…y el gato le comió la lengua, y como ella era una gata temeraria se puso juguetona y lo persiguió hasta aquél callejón donde lo acorraló, le pegó un lametón en la boca y desnudos subieron por las tuberías al tejado donde callados vieron la luna brillar y los ratones pasar…
Aquella fue la última aventura a la luz de la luna que tuvo la Gata Negra. Ella que siempre había sido fiel a todos, incluso fiel a la idea de no ser nunca fiel, había estado mucho tiempo persiguiendo sus sombras y lamiendo sus heridas. Escondiéndose tras las farolas, pasando inadvertida.
Ahora había afilado sus uñas y estaba dispuesta a mover la cola como sólo ella sabía. Ahora estaba decidida a salir sola y no volver sin compañía. Ahora ya no era ayer…sino ahora.
La Gata Negra caminaba como ninguna otra gata podía siquiera aspirar a caminar. Tan sutil y agresiva, tan sensual y traviesa, tan adictiva, tan peligrosa, tan misteriosa…tan segura y ambiciosa que hacía que cualquier gato que viera el reflejo de su silueta en los charcos, que observara su estratégico contoneo de caderas, su mirada despistada y su sonrisa disimulada…perdiera la noción del tiempo.
Esta vez había dejado su corazón en una vieja caja de madera donde siempre había guardado todos sus secretos. En ella, bajo una fina capa de polvo y sobre un pañuelo de seda, junto a todos los recuerdos que una vez fueron de fuego y que ahora eran de piedra, depositó cada latido que hacía bombear la sangre que caliente, recorría todos los recovecos de su cuerpo. Y eso es lo que no quería. La Gata Negra (y su sangre fría) ya estaba en la calle dispuesta a hacer brillar sus ojos en los escondites que tras las esquinas le servían como excusa perfecta para llamar la atención de cuantos gatos pasaran por allí.
La tibia luz de aquellas farolas que antes conseguían esconderla, disfrazarla, ahora era la radiante cómplice de cada paso que daba. Solía frecuentar un local a las afueras de la ciudad donde una vieja gramola hacía girar vinilos rayados con tangos de Gardel o canciones de Sabina. Se llamaba “La Escalera de la Fábrica de los Sueños”.
En “La Escalera”, “La Fábrica” o “Los Sueños”… (Cada uno lo llamaba como quería o como se sintiera en ese momento), se reunían los gatos más pintorescos de los barrios más oscuros de la ciudad. Esa noche actuaba un trío sin nombre de respetados ratones que en ese momento estaba sobre el escenario, pero cuando la Gata Negra abrió la puerta algo sucedió. La música cesó, los ratones dejaron de bailar, las gatas que allí había recorrieron con sus ojos toda su figura como si un ángel o el mismísimo diablo hubieran aparecido arañando sus almas. Mirando a la barra fue descendiendo, como nunca otra noche había hecho, cada uno de los escalones que resaltaban lo exótico de sus patitas. Se apoyó sobre uno de los taburetes en el extremo de la barra más alejado al escenario y pidió una copa de Sangre Pirata. Dio un intenso trago, lo posó sobre el posavasos, acarició con su lengua el dulce sabor que se había quedado impregnado sobre sus carnosos labios, se dirigió al centro de “Los Sueños” (esa noche era ella la protagonista) y se puso a bailar como una diosa, entonces…
Aquella fue la última aventura a la luz de la luna que tuvo la Gata Negra. Ella que siempre había sido fiel a todos, incluso fiel a la idea de no ser nunca fiel, había estado mucho tiempo persiguiendo sus sombras y lamiendo sus heridas. Escondiéndose tras las farolas, pasando inadvertida.
Ahora había afilado sus uñas y estaba dispuesta a mover la cola como sólo ella sabía. Ahora estaba decidida a salir sola y no volver sin compañía. Ahora ya no era ayer…sino ahora.
La Gata Negra caminaba como ninguna otra gata podía siquiera aspirar a caminar. Tan sutil y agresiva, tan sensual y traviesa, tan adictiva, tan peligrosa, tan misteriosa…tan segura y ambiciosa que hacía que cualquier gato que viera el reflejo de su silueta en los charcos, que observara su estratégico contoneo de caderas, su mirada despistada y su sonrisa disimulada…perdiera la noción del tiempo.
Esta vez había dejado su corazón en una vieja caja de madera donde siempre había guardado todos sus secretos. En ella, bajo una fina capa de polvo y sobre un pañuelo de seda, junto a todos los recuerdos que una vez fueron de fuego y que ahora eran de piedra, depositó cada latido que hacía bombear la sangre que caliente, recorría todos los recovecos de su cuerpo. Y eso es lo que no quería. La Gata Negra (y su sangre fría) ya estaba en la calle dispuesta a hacer brillar sus ojos en los escondites que tras las esquinas le servían como excusa perfecta para llamar la atención de cuantos gatos pasaran por allí.
La tibia luz de aquellas farolas que antes conseguían esconderla, disfrazarla, ahora era la radiante cómplice de cada paso que daba. Solía frecuentar un local a las afueras de la ciudad donde una vieja gramola hacía girar vinilos rayados con tangos de Gardel o canciones de Sabina. Se llamaba “La Escalera de la Fábrica de los Sueños”.
En “La Escalera”, “La Fábrica” o “Los Sueños”… (Cada uno lo llamaba como quería o como se sintiera en ese momento), se reunían los gatos más pintorescos de los barrios más oscuros de la ciudad. Esa noche actuaba un trío sin nombre de respetados ratones que en ese momento estaba sobre el escenario, pero cuando la Gata Negra abrió la puerta algo sucedió. La música cesó, los ratones dejaron de bailar, las gatas que allí había recorrieron con sus ojos toda su figura como si un ángel o el mismísimo diablo hubieran aparecido arañando sus almas. Mirando a la barra fue descendiendo, como nunca otra noche había hecho, cada uno de los escalones que resaltaban lo exótico de sus patitas. Se apoyó sobre uno de los taburetes en el extremo de la barra más alejado al escenario y pidió una copa de Sangre Pirata. Dio un intenso trago, lo posó sobre el posavasos, acarició con su lengua el dulce sabor que se había quedado impregnado sobre sus carnosos labios, se dirigió al centro de “Los Sueños” (esa noche era ella la protagonista) y se puso a bailar como una diosa, entonces…